martes, 23 de marzo de 2010

No se supone que duele

Hoy odio los sentimientos porque no sirven para nada. Sólo estorban y hacen al ser humano vulnerable, lo hacen débil y  esclavo de quien se los roba. Los sentimientos sirven para domesticar al dueño de estos.
Se supone que sentir da placer o dolor. Yo creía que el amor los daba, pero entonces lo que siento no es amor porque duele. El amor no es un sentimiento por eso no duele. El amor todo lo soporta, pero no se supone que duela; el amor todo lo cree, pero no se supone que duele; el amor todo lo espera, pero no se supone que duela. Entonces ¿Por qué duele tanto?
No, no quiero sentir, no quiero tener sentimientos, no quiero que duela, ni quiero gastar más energías en pensar si me lastiman o yo lastimo a  alguien.  
Quiero ser de piedra para no sentir, ni percibir cuando alguien siente por mí. ¡No me importa! No quiero nadaaaaaaaaaaaaaaaaa.
Y la verdad es que entonces no entiendo el amor porque si no da placer ni dolor, ¿entonces para qué sirve?

domingo, 14 de marzo de 2010

Son perfectos aunque no exista la perfección

Soñadora, siempre soñadora. Mujer al fin. Una que cree que el amor existe. Una que construyó su propio concepto del amor.
Soñadora porque cree en el hombre perfecto, perfecto para ella.
La perfección no existe, pero, para ella, significa que haya un hombre a su medida.
¿Exiten hombres a la medida de las mujeres?
Los hombres son como los zapatos, siempre hay en existencia la talla que calzas, en modelos que no te gustan o no necesitas. Cuando hay el modelo que te fascinó, la talla que necesitas está agotada. Simplemente llegaste tarde.
Y es que los únicos pares que habían, de tu talla, se los llevaron chicas que los compraron por razones diversas. Una los compró porque era la única talla que tenían de zapatos en el color que buscaba. Otra los compró porque los vio en el aparador y dijo que no tenía un modelo así en su closet, entonces los llevó para su colección. Una más los compró porque vio que a otra chica le gustaba mucho. La escuchó hablar maravillas de ellos, pero al mismo tiempo dudar si era lo que le convenía o no. Así que, mientras la otra estaba indecisa, la una, que sólo había ido a la tienda para ver qué encontraba de nuevo, se contagío de la fascinación y no perdió el tiempo en comprarlos. La chica indecisa, al ver que ya alguien más había comprado los zapatos que quería, se desanimó y mejor se fue. El último par que quedaba en la tienda fue comprado por una chica que había estado buscando el modelos de sus sueños. Siempre había querido unos zapatos así y, por mucho tiempo, había buscado en catálogos, internet, tiendas exclusivas de diseñadores y no había tenido éxito. Pero nunca perdió las esperanzas, sabía que un día los encontraría porque a algún diseñador se le ocurrirían.
Un día, mientras caminaba en un centro comercial, vio, materializados, los zapatos de sus sueños en un aparador. Se paró frente a él para observarlos. Estuvo allí un buen rato contemplando el color, la textura, la zuela, el material, el diseño completo. Se dio cuenta que encajaban perfectamente en la idea precocebida. Entró a la tienda y preguntó si tenían en su número. El encargado le dijo que sí tenían y entonces los pidió para medírselos. Cuando recibió los zapatos, los tocó y observó cada detalle. Se veían perfectos, lo que siempre había buscado. No perdió tiempo y se los midió. Se puso el primero, el segundo y, sentada frente a un espejo, miraba sus pies moviéndolos en todos los ángulos posibles. No les encontraba ningún defecto. Se levantó para caminar un poquito y comprobar si podría hacerlo sin problemas. Dio uno, dos, tres pasos. Pronto sintió que la uña del dedo gordo, del pie derecho le dolía un poco al dar los pasos. Recordó que regularmente esa uña se le enterraba, así que pensó que, como siempre, con un pedicure solucionaría ese problema. Caminó un paso más y sintó que la parte de atrás del zapato, justo donde empieza el talón, le rozaba un poco, de tal modo que con el tiempo, si caminaba más, le causarían una herida. Así que pensó en usar una bandita protectora de la piel. Lo había hecho antes, esta vez también funcionaría. Cada vez se convencía que, sin importar lo que pasara, ella quería esos zapatos. Los había encontrado y no se iría sin ellos.
Segura de que serían para ella preguntó el precio. La respuesta que recibió no estaba muy cerca de lo que esperaba. Había dicho que cuando encontrara los zapatos de sus sueños, pagaría el precio que fuera. La suma era mayor a la que hubiera imaginado. No era realmente tanto, sin embargo no tenía el dinero con ella en ese momento. Faltaban siete días para la fecha de pago; pero; aún así, tenía otros compromisos de pagos que limitaban sus posiblidades. Recordó que su padre la había ayudado otras veces. Vaciló un poco en la idea porque pensó que molestar a su padre, siendo ella una adulta, para pedirle ayuda con unos zapatos no sería relevante. Finalmente su deseo, que era más que ella, la movió a hacer la llamada. Al escuchar la voz cálida y amable de su padre sintió la confianza de contarle la situación. El padre le dijo que con mucho gusto la ayudaría, pero que debía esperar siete días. Explicó convincentemente las razones a su hija, quien, frustrada por la respuesta, entendió que debía esperar ese tiempo. Habían miles de ideas haciendo nido en su cabeza, ideas sobre las posibilidades de nunca obtener los zapatos de sus sueños. Ante la inminente espera se resignó y habló con el empleado de la tienda, a quien le pidió que no vendiera los zapatos hasta que ella viniera. El hombre le dijo que lo sentía, que no podía hacer lo que le pedía. Pero le aseguró que si esos zapatos eran para ella, nadie los compraría durante ese tiempo. Ella sonrió incrédulamente porque sabía que las posiblilidades eran mínimas, por no decir nulas. Sin embargo, se resignó a la espera.
El centro comercial quedaba de paso a su trabajo y cada día no podía evitar verlos. Pero lo interesante es que los zapatos seguían allí. Cada vez que los miraba su rostro se ilumina con la sonrisa de la esperanza. Cabía la posibilidad de que alguien llegara y se quedara con ellos. Esa idea le hacía un nudo en el estómago. Podía pedir un préstamo o adelanto de su sueldo. Pero sabía que no era prudente, no en ese momento. En el pasado había actuado, la mayoría de las veces, motivada por sus impulsos y tomado decisones con consecuencias muy dolorosas. Esta vez esperaría. Dolía esperar, pero es posible que valiera la pena. Esta historia continuará...