domingo, 20 de diciembre de 2009

Huele a paz

Huele a frío y estaremos a uno dieciséis grados centígrados. Sólo puedo sentir las caricias del sol en mi rostro y el encantador sonido de este parque sanantoniano. 
Sí, es el mejor momento para platicar con el dueño de todo esto y tengo que escribirlo. Es mi segunda vuelta y no pude resistir registrar lo que oigo, pienso y siento al caminar sobre este libro tan maravilloso, la naturaleza. Todavía no me explico porqué dejé pasar tanto tiempo para disfrutar de las maravillas de Dios, a través de ella. Aquí soy otra, otra yo; yo misma, pero otra yo.
Aquí huele a frío, pero huele a sol. Sí, allí están, no creí que pasaría otra vez. Tres, cuatro, deben ser más, pero sólo veo tres, tres hermosas ardillas iiiiando entre los árboles. Son libres, libres en su mundo; bueno, parte de lo que el hombre les ha dejado por mundo. Traviesas, brincando de árbol en árbol. Me ven y se esconden; si las miro se congelan. Bajo la mirada y continuan su juego. Tal vez son familia, tal vez son amigas, tal vez son vecinas o tal vez son sólo ardillas. No importa, se ven felices. 
No sé si se preocupan por qué van a comer mañana, no sé si se preocupan por quien se va a casar con ellas; pero no se ven preocupadas, si soy honesta. Sólo se ven felices.
¡No lo puedo creer! No sé si todas las ardillas se preocupan por quien se va a casar con ellas, pero estas dos que están frente a mí, que no sé si están casadas, vinieron a lo suyo. No les diré lo que están a punto de hacer, pero creo que muy pronto habrá ardillitas por estos rumbos.
¡Oh, oh! Bueno, quien sabe. La ardilla hembra, pienso que fue la hembra (o sólo quiero creer que por lo menos en las ardillas la hermbra tiene más pudor), me ha visto y no quiere público, se han marchado.
Poco a poco, niños y adultos van llenando los espacios vacíos del parque, interrumpiendo gradualmente los sonidos de la naturaleza, misma que esconde sus encantos, sustituyéndolos por voces humanas y sonidos infantiles. Eso sin contar el sonido de los autos que pasan, cada cinco segundos, a unos trescientos metros de donde me encuentro y el ruido ensordecedor de los aviones que pasan cada cuatro.
¡Pobre naturaleza! Ya no sé quien se adaptó a quien, si la naturaleza al hombre o él a ella. 
Debo pararme. Haberme sentado en la barra de concreto que separa el pasto del camino empredrado, que está entre árboles,  y la estática, han congelado la mitad inferior de mi cuerpo y debo pararme y caminar. Necesito sol, todos necesitamos sol. Debo regresar. El hombre huye del ruido, pero no puede vivir sin él.
¿Serían treinta minutos? No lo sé, pero me perdí, me perdí en un mundo maravilloso en el que hay paz, en el que hay tanto que aprender y recibir. Así es Dios, creó cosas que no se quedan con lo que tienen. Sólo el ser humano puede ser tan egoísta con lo que tiene que dar.
Esos treinta o cuarenta minutos me quitaron uno o dos años de estrés que traía pegados al alma. Cada uno de mis sentidos cobró vida y se unieron para que la naturaleza entrara por cada poro de mi alma. Aunque el único sentido que no trabajó fue el gusto. Es que no puedo imaginar a que sabe una ardilla cruda o un taco de hojas secas o semi verdes.
En fín, no fue necesario usarlo, mi sistema digestivo estaba por terminar la primera digestión del día. Pero ¿quién necesita digerir más comida si digerir la naturaleza es mejor?
Pero se acabó, aquí vamos otra vez, al mundo real: el ruido, lo carros, la gente. Pero como dije antes, con un año menos de estrés y una nueva actitud, una actitud de paz, paz que sólo Dios da.